Contra el Viento
Es tan
fácil arrepentirnos de la decisión que tomamos en un momento, del error que
cometimos en aquel instante crucial que marcó para siempre nuestra vida. No es
que lo hiciéramos sin pensar, no. Reflexionamos mucho. Pusimos en marcha todas
nuestras neuronas. Nos tumbamos en la cama durante días, atentos al menos
sonido en nuestra cabeza, a la vibración de nuestra sangre, al más leve síntoma
de temor o de entusiasmo. Lo decidimos
meditadamente, imaginando la secuencia de hechos que ocurrirían después
de nuestra elección, pasos firmes y claros que nos conducirán a un lugar
luminoso y estable: acepto casarme con este hombre porque le quiero y le querré
para siempre, estudiaré esta carrera porque podré ganar mucho dinero, rechazó
ese trabajo porque debo mudarme de ciudad y no quiero perder este aire ni la
perpetua visión de los mismos edificios y los mismos árboles creciendo tímidos
sobre los alcornoques de la calle ni la compañía cálida de mis amigos cada
noche en el mismo bar.
Pensamos,
medimos las consecuencias, imaginamos o no. O tomamos la decisión guiados por
el impulso, un arrebato repentino que nos pone el cuerpo en tensión, la
sacudida inesperada de los nervios, un pálpito brutal en el pecho, una opresión
en la boca del estomago. Una luz que se nos enciende refulgente en el cerebro y
lo ilumina todo. No importa. Lo más probable es que nos equivoquemos. La vida
seguirá su curso al margen de nuestros planes, como si un grupo de dioses
burlones entretuvieran su absurda eternidad en las alturas soplando sobre
nosotros, enredando las cosas, complicando las situaciones, retorciendo los
sentimientos. El hombre al que jurábamos querer para toda la vida terminará por
convertirse en un ser inmundo al que detestamos. La profesión para la que nos
preparamos esforzadamente habrá pasado de moda cuando hayamos acabado nuestros
estudios. La ciudad que no queríamos abandonar se transformara a toda
velocidad, hasta que no la reconozcamos, y nuestros amigos se irán para siempre
y el bar cerrará sus puertas y desaparecerá su recuerdo, como si nunca hubiera
existido.
La vida
tomará su propio impulso, girara sobre sí misma, dará volteretas, irá hacia
arriba o abajo repentinamente, enloquecida, brutal y nos empujará a su
capricho, hacía el paraíso o el abismo, al margen de nuestro esfuerzo y
nuestros méritos. Es mentira todo lo que cuentan: nuestros actos no tienen
consecuencias. Solo son un derrochó de energía, una salpicadura de patéticos
intentos por aferrarnos a algo perdurable, la satisfacción, el bienestar, la
comodidad…creamos familias, construimos casas, levantamos negocios, nos dejamos
la piel en cada gesto, y todo se desmorona en un instante, sin que podamos
hacer nada por retenerlo. O, por el contrario, vemos como surge a nuestro
alrededor un espacio bendito sin que nosotros hayamos movido un dedo a su
favor, partiendo de la nada y sosteniendo en nuestra nada interior, en nuestra
desidia o nuestra maldad que resbalar sobre el mundo, como si a él no le
importase en absoluto nuestra manera de acariciarlo o de agredirlo.
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